Reflexiones a partir de la lectura del libro El lenguaje del arte, de Omar Calabrese[1].
El tema de la semiótica y el lenguaje es para mí como el mar: me encanta nadar, pero lo hago con profundo respeto y reconocimiento de que es una fuerza superior a mí.
Habiendo trabajado varios años facilitando proyectos de traducción a varios idiomas, fui partícipe del movimiento de globalización de textos durante lo que se llamó el dot.com bubble. El movimiento voraz de las empresas norteamericanas durante el cambio de siglo hacia mercados internacionales, unido al mal supuesto acceso masivo a las transacciones en la internet junto con la creación de programas interactivos para la educación, trajo un auge en las traducciones incomparable en la historia de las comunicaciones. Material educativo, patentes, manuales, literatura y publicidad era “localizado”, con todas las complicaciones lingüísticas y técnicas imaginables. Lo que aprendí entonces es que el lenguaje está cambiando constantemente como resultado de su uso. Por un lado, si no se entiende que esas distintas maneras de usar un lenguaje están íntimamente relacionadas a la cultura, una mala traducción pueden llegar a ser hasta ofensiva. Por otro lado, para darse a entender con una audiencia global es imposible no considerar los usos no académicos del lenguaje los cuales han surgido como resultado precisamente de la globalización. Por eso, por razones comerciales, pero también políticas y sobre todo lingüísticas, una regla básica para el traductor es tener un buen entendimiento de la fuente así como del objetivo (source and target). Es normal que el traductor tenga preguntas sobre el significado del texto a traducir, las cuales resuelve con el escritor, y luego busca las palabras más apropiadas para crear el texto en otro idioma. Pensar que traducir es algo menos que construir un texto desde cero es un malentendido común en alguien que no sabe nada de lingüística.
Si traslado esa experiencia a la propuesta de una “lectura” para las obras de arte, y trato de imaginar lo que pretende la semiótica al mirar el arte desde el punto de vista de la comunicación, no puedo dejar de pensar que se tendrá que valer de definiciones bastantes vagas para lograrlo. El libro de Omar Calabrese no esconde las dificultades de esta empresa y presenta detenidamente los debates y las críticas a las teorías del arte como lenguaje.
Leyendo y pensando por primera vez sobre lo que es un signo, un ícono y un símbolo[2], me pregunto si mi falta de visión lingüística con respecto a mi pintura es justamente lo que me podría definir como una pintora naif. Y es que esta perspectiva sobre el arte me parece sospechosa, como una moda o corriente pasajera, o incluso una mirada jerárquica donde el lenguaje es el gran Dios y todo debe girar en torno suyo. Trataré de dejar estas ideas de lado y trataré de fundamentar mis opiniones desde mi experiencia con mi pintura.
Para entender lo que pinto como si estuviera comunicando algo, se me ocurre conveniente separar el quehacer de pintar, de la obra misma. El proceso de crear un cuadro, de construirlo, viene de un deseo de jugar dibujando, siempre a partir de un cuerpo, sólo o en sus relaciones con otros, sean estos animales o seres imaginarios. Pero para nada estoy buscando comunicarme al nivel en que lo estoy tratando de hacer al escribir este texto. A lo más podría decir que busco una imagen que me parezca estética, de mi gusto, pero sería no entender nada de la percepción humana si pensara que lo que yo veo en una imagen es lo mismo que los otros verán en ella. Cada cual ve lo que tiene en su cabeza y cada cabeza es un mundo. Por esto la semiótica evita tratar de entender una obra desde las motivaciones del artista y además, deja de lado cualquier aspecto relativo a lo espiritual: que me imagino se refiere a lo que ocurre cuando un creyente mira la imagen de la virgen de Guadalupe. Pero volviendo a los motivos, estoy consciente de que mis motivos para pintar, si es que son verdad (“¿qué es verdad en la pintura?”), no explican por qué quiero pintar. ¿Por qué elijo expresarme por medio de la construcción de un objeto, sin ninguna regla lingüística? Si tuviera que dar una respuesta por mi vida, creo que estaría en serios problemas. Me parece tentadora la descripción de Suzanne Langer[3]: “la comunicación artístico-figurativa no es análoga a la de la palabra, está más bien relacionada con el sentimiento”. Sin embargo para que esto ocurra en la teoría de Langer debe existir el símbolo, que no es el caso de mi pintura. Por muy tentada que he estado a decir que mi pintura comunica sentimientos, no tengo esa base para probarlo.
Para una lectura de los significados de mi obra, el método de Panofsky[4] de la iconología, me parece que funciona bien y arroja cosas interesantes y divertidas, pero puedo ver que está sujeto a conocimientos externos a la obra (que sólo yo conozco) por lo que no explica el mecanismo de significación a otra person. Es difícil pensar en la efectividad de una manera de “leer” una obra sin considerar al autor y su entorno cultural, como pretende la semiótica, pero también entiendo que la iconología no da luz sobre las posibles leyes internas de la obra. Si existen esas leyes en mi obra, yo no estoy consciente de ellas. Supongo que es por esto que Calabrese dice que tanto el problema del método de estudio del significado como el problema de la historia son los elementos del conjunción y, al mismo tiempo, de frontera entre iconología y semiótica.
Ahora, a la luz de la psicología de la percepción el intento por entender algunos de mis cuadros en cuanto a lo que comunican se me hace aún más complicado. ¿Qué puedo decir de los criterios de “pertinencia” de mi percepción? Si mis intentos por estilización o imitación de la naturaleza son tan poco prolijos; si apenas puedo identificar “mi cultura” y es posible que esté robando cosas de muchos lugares y épocas, y encima ni siquiera me adscribo a una técnica no veo cómo identificar lo que son las convenciones en mis cuadros. Si es cierto que “no se puede pintar prescindiendo de todas las convenciones de la cultura”, tal vez sólo cuando pasen unos 50 años podré ver qué tan insertos en una percepción convencional estaban mis cuadros.
Cuando se trata de lecturas sociológicas las definiciones de obra de arte cambian drásticamente. El asunto estético se separa del artístico[5] y aparece el tema de la intencionalidad. Tiene sentido que si una obra se plantea como decisiva en la historia de un país esté diseñada con un propósito, sobretodo partiendo del supuesto de que existe un inconsciente colectivo del cual la obra de arte sería un signo. Pero este concepto del inconsciente colectivo, si es que existe, en esta época en que se realizan tantos viajes, migraciones y mestizajes culturales, debe estar muy difuso, y me lo imagino ruidoso, lleno de interferencias multiculturales.
La idea de “obra abierta” de Eco[6] es un respiro en todo este forcejeo de tratar de incluir a todas las artes dentro del campo del lenguaje: la obra se constituye como un mensaje fundamentalmente ambiguo y autorreflexivo. Yo felizmente me quedo con esa definición excepto por un pequeño detalle que me queda dando vuelta después de tanto análisis: ¿es posible que yo no esté entendiendo nada de lo que es la pintura y esta definición “me queda”, solamente por mi propia ambigüedad al pintar?
Otra opción que me parece refrescante es la propuesta de Lyotard[7], la cual apunta al carácter liberador del proceso de de-simbolización. Deja de lado la fascinación pasadista, como la llamaba Marinetti, de la representación clasicista, con su afán por la perspectiva y se adentra de lleno en la libido entendida como Eros, creadora de valor y de significado, que también destruye con el fin de renovarse. Esta visión del proceso creativo como algo en constante movimiento y sin códigos, como una búsqueda de un fantasma, me parece que está más acorde con mi experiencia de pintar.
También rescato lo que dice Derridá: “no hay nada que explicar” y concuerdo con que la interpretación en el arte está sobrevalorada. Coincido con la simplificación de su posición frente a la semiótica, por lo que expliqué de las traducciones, donde la única interpretación auténtica de un texto no puede ser otra que su re-escritura.
Todo parece indicar que me adscribo a resolver el arte como una forma de expresión, inefable e irrepetible, que es justo lo que no permite el avance de la semiótica aplicada a la obra de arte, y que define al arte como expresión que “no es estructura comunicativa, no es signo, no es código, no es sistema y por lo tanto no puede someterse a métodos lingüísticos, en virtud de su esencia presentativa y no representativa como en el caso del lenguaje verbal”[8].
La frase de Passeron[9] me identifica plenamente: “en la medida en la cual la pintura, como arte y como comunicación, no deja de buscarse a sí misma, escapa al dominio de los sistemas semiológicos”. Su distinción entre función de comunicación y función de expresión permite aislar este último concepto para aclarar que el significado de la obra sólo ocurre con la interpretación a posteriori por el espectador.
La crítica de Garroni[10] es aún más frontal y ve a la investigación semiótica como cerrada, totalizadora e “imperialista” respecto de las ciencias humanas, por su afán por clasificar todo como fenómeno comunicativo, y apuesta por una nueva disciplina que se aplique a las operaciones cognoscitivas entre las cuales se encuentra la estética.
Benveniste[11], desde otra postura, aplica el rigor de un lingüista cuando nombra las características esenciales de un lenguaje: por un lado, la existencia de un repertorio finito de símbolos convencionales; y por el otro, un cuerpo de reglas combinatorias de esos símbolos. Cualquier tipo de comunicación que no tenga esas características no es un sistema, quedando entonces excluidas la pintura y la fotografía.
Al final del capítulo 3 rescato de Damisch[12] la interrogante central de lo que Calabrese considera las posibles direcciones de la semiótica, la incógnita que no resolvió Cezzane en su carta a Bernard: ¿existe una verdad de la pintura o una verdad en la pintura? A mi parecer no es la semiótica la responsable de responder esta pregunta cabalmente. Y digo esto porque creo que la percepción de una obra no se puede traducir a lenguaje verbal en su totalidad.
Para entender los problemas de la semiótica de las artes me pongo en el lugar del espectador, del que estudia el arte pero que no lo produce, mientras que al mismo tiempo no puedo dejar de pensar en el acto de pintar y en lo poco que entiendo lo que yo misma pinto. Cuando trato de entender lo que pinto, a lo único que puedo recurrir es a una recreación, que puede ir desde una exageración, enaltecimiento de una supuesta complejidad de la obra que alude a temas filosóficos, hasta un simple “no trata de nada”. No me tardo en concluir que los estudiosos del arte también sufren de estas visiones polarizadas del arte, viendo más de lo que hay o mostrándose reacios a crear algo de la nada a partir de una obra de arte.
[1] Omar Calabrese, El lenguaje del arte, Paidós Iberica, 1987.
[2] Charles Sanders Pierce, Collected Paper, vol. 1-8, Cambridge, Harvard University Press, 1931-1935.
[3] Suzanne Langer, Philosophy in a new key, Cambridge, Harvard University Press, 1942.
[4] Erwin Panofsky, Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte, Madrid, Ediciones Cátedra, 1981.
[5] Jan Mukarovsky, Studie z estetiky, Praga, Odeon, 1966.
[6] Umberto Eco, Obra Abierta, Barcelona, Seix Barral, 1965.
[7] Jean François Lyotard, La peinture comme dispositif libidinal, Urbino, Centro internacional de Semiótica y Lingüística, 1973.
[8] Guido Morpurgo-Tagliabue, “L’arte è linguaggio?”, Rivista di Estetica, 11, 1968.
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