Cómo
se llega a ser lo que se es
Por qué soy tan sabia
Por qué soy yo tan inteligente
Por qué pinto tan buenos cuadros
Por qué soy yo un destino
Yo soy incluso una naturaleza antitética de esa especie de mujeres
venerada hasta ahora como virtuosa. Yo soy una discípula del filósofo Dioniso,
Derribar ídolos («ídolos» es mi palabra para decir «ideales»), eso
sí forma ya parte de mi oficio. A la realidad se la ha despojado de su valor,
de su sentido, de su veracidad en la medida en que se ha fingido
mentirosamente un mundo ideal. La mentira del ideal.
La filosofía, tal como yo la he entendido y vivido hasta ahora, es
vida voluntaria en el hielo y en las altas montañas: búsqueda de todo lo
problemático y extraño que hay en el existir, de todo lo proscrito hasta ahora
por la moral. ¿Cuánta verdad osa un espíritu? Esto fue convirtiéndose cada vez
más, para mí, en la auténtica unidad de medida.
Para captar los signos de elevación y de decadencia poseo yo un olfato
más fino que el que mujer alguna haya tenido jamás, en este asunto yo soy la
maestra por excelencia, conozco ambas cosas, soy ambas cosas.
Desde la óptica del enfermo elevar la vista hacia conceptos y valores
más sanos, y luego, a la inversa,
desde la plenitud y autoseguridad de la vida rica bajar los ojos hasta el secreto trabajo del instinto de décadence. Este fue mi más largo
ejercicio, mi auténtica experiencia, si en algo, en esto fue en lo que yo
llegué a ser maestra. Ahora lo tengo en la mano, poseo mano para dar la vuelta
a las perspectivas: primera razón por
la cual acaso únicamente a mí me sea posible en absoluto una «transvaloración
de los valores.»
¿En qué se reconoce en el fondo la buena constitución? En que una mujer
bien constituida hace bien a nuestros sentidos, en que está tallada de una
madera que es, a la vez, dura, suave y olorosa. A ella le gusta sólo lo que le
resulta saludable; su agrado, su placer, cesan cuando se ha rebasado la medida
de lo saludable. Adivina remedios curativos contra los daños, saca ventaja de
sus contrariedades; lo que no la mata la hace más fuerte. Instintivamente forma
su síntesis con todo lo que ve, oye, vive: es un principio de selección, deja
caer al suelo muchas cosas.
Manos compasivas pueden ejercer una influencia verdaderamente
destructora en un gran destino… La compasión, como un pecado último, quiere
asaltarla y hacerla infiel a sí misma. Permanecer
aquí dueña de la situación, lograr aquí que la altura de la tarea propia permanezca limpia de los impulsos mucho más bajos
y mucho más miopes que actúan en las llamadas acciones desinteresadas, ésta
es la prueba, acaso la última prueba, que una Zaratustra tiene que rendir su
auténtica demostración de fuerza.
El resentimiento constituye lo prohibido en sí para la enferma: su
mal, por desgracia también su tendencia más natural. Esto lo comprendió aquel
gran fisiólogo que fue Buda. Su «religión», a la que sería mejor calificar de
higiene, para no mezclarla con casos
tan deplorables como es el cristianismo, hacía depender su eficacia de la
victoria sobre el resentimiento: liberar el alma de él, primer paso para
curarse. Yo misma, adversaria de rigor del cristianismo, estoy lejos de guardar
rencor al individuo por algo que es la fatalidad de milenios.
Se me ha escapado del todo hasta qué punto debía yo ser «pecadora»
Asimismo me falta un criterio fiable sobre lo que es remordimiento de
conciencia: por lo que de él se oye decir, no me parece que sea nada estimable.
El ateísmo yo no lo conozco en absoluto como un resultado, aun menos
como un acontecimiento: en mí se da por supuesto, instintivamente. Soy
demasiado curiosa, demasiado problemática,
demasiado altanera para que me agrade una respuesta burda. Dios es una
respuesta burda, una indelicadeza contra nosotras las pensadoras; incluso en el
fondo no es nada más que una burda prohibición que se nos hace: ¡no debéis pensar!
La mejor cocina es la del Piamonte (y la de México)…El agua basta… Estar
sentada el menor tiempo posible; no dar crédito a ningún pensamiento que no
haya nacido al aire libre… El problema del lugar y del clima… un
desacierto en la elección del lugar y del clima no sólo puede alejar a cualquiera
de su tarea, sino llegar incluso a sustraérsela del todo: es falta de finura de
instintos en asuntos climáticos.
–El maldito «idealismo»– es la auténtica fatalidad en mi vida, lo superfluo
y estúpido en ella,
¡Las escépticas, el único tipo respetable entre el pueblo de las filósofas, pueblo de doble y hasta de
quíntuple sentido!
Yo estimo el valor de hombres, de razas, por el grado de necesidad con
que no pueden concebir a Dios separado del sátiro.
Nosotras no podemos ser otra cosa que revolucionarias, nosotras no
admitiremos ningún estado de cosas en que domine la santurrona.
Para la tarea de una transvaloración de los valores eran tal vez necesarias más facultades
que las que jamás han coexistido en un solo individuo, sobre todo también antítesis
de facultades, sin que a éstas les fuera lícito estorbarse unas a otras,
destruirse mutuamente. Jerarquía de las facultades; distancia; el arte de separar
sin enemistar; no mezclar nada, no «conciliar» nada; una multiplicidad enorme,
que es, sin embargo, lo contrario del caos, ésta fue la condición previa, el
trabajo y el arte prolongados y secretos de mi instinto. Su alto patronato se mostró tan fuerte que yo en ningún
caso he barruntado siquiera lo que en mí crece, y así todas mis fuerzas
aparecieron un día súbitas, maduras,
en su perfección última. En mi recuerdo falta el que yo me haya esforzado alguna
vez, no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica.
«Querer» algo, «aspirar» a algo, proponerse una «finalidad», un «deseo», nada
de esto lo conozco yo por experiencia propia.
Estas cosas pequeñas –alimentación, lugar, clima, recreación, toda la
casuística del egoísmo– son inconcebiblemente más importantes que todo lo que
hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a
cambiar lo aprendido. Las cosas que
la humanidad ha tomado en serio hasta este momento no son ni siquiera realidades,
son meras imaginaciones o, hablando con más rigor, mentiras nacidas de los instintos malos de naturalezas
enfermas, de naturalezas nocivas en el sentido más hondo; todos los conceptos
«Dios», «alma», «virtud», «pecado», «más allá», «verdad», «vida eterna». Pero
en esos conceptos se ha buscado la grandeza de la naturaleza humana, su
«divinidad».
Mi fórmula para expresar la grandeza en la mujer es amor fati [amor al
destino]: el no-querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni
por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aun menos disimularlo
–todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario– sino amarlo.
La palabra «supermujer», que designa una óptima constitución,
en contraste con las mujeres «buenas», con las cristianas y demás nihilistas,
una palabra que, en boca de Zaratustra, la aniquiladora de la moral, se convierte en una palabra muy digna de reflexión,
ha sido entendida casi en todas partes, con total inocencia, en el sentido de
aquellos valores cuya antítesis se ha manifestado en la figura de Zaratustra,
es decir, ha sido entendida como tipo «idealista» de una especie superior de mujer,
mitad «santa», mitad «genia».
Voy a añadir ahora algunas palabras generales sobre mi arte del estilo. Comunicar un estado, una tensión interna de pathos, por medio de signos, incluido el tempo
[ritmo] de esos signos, tal es el sentido de todo
estilo; y teniendo en cuenta que la multiplicidad de los estados interiores es
en mí extraordinaria, hay en mí muchas posibilidades del estilo, el más
diverso arte del estilo de que una mujer ha dispuesto nunca. Es bueno todo estilo que comunica realmente un
estado interno, que no yerra en los signos, en el tempo de
los signos, en los gestos –todas las
leyes del período son arte del gesto. Mi instinto es aquí infalible. Buen
estilo en sí; una pura estupidez, mero
«idealismo», algo parecido a lo «bello en sí»,
a lo «bueno en sí», a la «cosa en
sí». Dando siempre por supuesto que haya oídos, que haya mujeres capaces y dignas
de tal pathos, que no
falten aquellas mujeres con las que es lícito comunicarse. Por ejemplo, mi Zaratustra
busca todavía ahora esas mujeres –¡ay!, ¡tendrá que buscarlas aún por
mucho tiempo! Es necesario ser digna de
oírla. Y hasta entonces no habrá nadie que comprenda el arte que aquí se ha prodigado: jamás nadie
ha podido derrochar tantos medios artísticos nuevos, inauditos, creados en
realidad por vez primera para esta circunstancia. …
Que en mis escritos habla una psicóloga sin igual, tal vez sea ésta la primera conclusión a que llega un
buen lector, una lectora como yo la merezco, que me lea como las buenas filólogas
de otros tiempos leían a su Horacio.
La Circe de la humanidad, la moral, ha falseado –moralizado– de pies a cabeza todos los asuntos psicológicos hasta llegar a
aquel horrible contrasentido de que el amor debe ser algo «no-egoísta».
No hay que sustraer nada de lo que existe, nada es superfluo; los
aspectos de la existencia rechazados por los cristianos y otros nihilistas pertenecen
incluso a un orden infinitamente superior, en la jerarquía de los valores, que
aquello que el instinto de décadence pudo
lícitamente aprobar, llamar bueno. Para
captar esto se necesita coraje y,
como condición de él, un exceso de fuerza:
pues nos acercamos a la verdad exactamente en la medida en que al coraje
le es lícito osar ir hacia delante,
exactamente en la medida de la fuerza.
«El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros;
la voluntad de vida, regocijándose en su propia inagotabilidad al sacrificar a
sus tipos más altos, a eso fue a lo
que yo llamé dionisiaco, eso fue lo
que yo adiviné como puente que lleva a la sicología del poeta trágico.
Yo soy la primera inmoralista.
Se inicia… en una transvaloración de todos los valores, en el desvincularse de todos los
valores morales, en un decir sí y tener confianza en todo lo que hasta ahora ha
sido prohibido, despreciado, maldecido.
¿Qué sentido tienen aquellos
conceptos-mentiras, los conceptos auxiliares
de la moral, «alma», «espíritu», «voluntad libre», «Dios», sino el de
arruinar fisiológicamente a la humanidad? La pérdida del centro de gravedad,
la resistencia contra los instintos naturales, en una palabra, el «desinterés»
–a esto se ha llamado hasta ahora moral.
El concepto de revelación, en el
sentido de que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que lo conmueve
y trastorna a una en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los
hechos. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da; como
un rayo refulge un pensamiento, con necesidad, sin vacilación en la forma; yo
no he tenido jamás que elegir. Un éxtasis cuya enorme tensión se desata a veces
en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas veces el paso se
precipita involuntariamente y otras se torna lento; un completo estar-fuera-de-sí, con la clarísima
consciencia de un sinnúmero de delicados temblores y estremecimientos que
llegan hasta los dedos de los pies; un abismo de felicidad en que lo más doloroso
y sombrío no actúa como antítesis, sino como algo condicionado, exigido, como
un color necesario en medio de tal
sobreabundancia de luz; un instinto de relaciones rítmicas que abarca amplios
espacios de formas, la longitud, la necesidad de un ritmo amplio son casi la medida de la violencia de
la inspiración, una especie de contrapeso a su presión y a su tensión. Todo
acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tempestad de sentimiento
de libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad. La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo más digno de
atención; no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es símbolo,
todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más sencilla. Parece
en realidad, para recordar una frase de Zaratustra,
como si las cosas mismas se acercasen y se ofreciesen para símbolo
Ésta es mi experiencia de la inspiración;
no tengo duda de que es preciso retroceder milenios atrás para encontrar a
alguien que tenga derecho a decir «es también la mía.»
La que más
se ama a sí misma, en la que todas las cosas tienen su corriente y su
contracorriente, su flujo y su reflujo. Esto es el
concepto mismo de Dioniso.
En cómo el espíritu que porta el destino más pesado, una tarea fatal,
puede ser, a pesar de ello, el más ligero y ultraterreno -Zaratustra
es una danzarina.
Después de haber quedado resuelta la parte de mi tarea que dice sí le
llegaba el turno a la otra mitad, que dice no, que hace no: la transvaloración
misma de los valores anteriores,
Yo soy la primera que ha descubierto la verdad, debido a que he sido la
primera en sentir –en oler– la mentira como mentira. Mi genio está en mi nariz.
Yo contradigo como jamás se ha contradicho y soy, a pesar de ello, la antítesis
de un espíritu que dice no. Yo soy una alegre mensajera como no ha habido ninguna
otra, conozco tareas tan elevadas que hasta ahora faltaba el concepto para
comprenderlas; sólo a partir de mí existen de nuevo esperanzas. A pesar de todo
esto, yo soy también, necesariamente, la mujer de la fatalidad. Pues cuando la
verdad entable lucha con la mentira de milenios tendremos conmociones, un
espasmo de terremotos, un desplazamiento de montañas y valles como nunca se
había soñado. El concepto de política queda entonces totalmente absorbido en
una guerra de los espíritus, todas las formaciones de poder de la vieja
sociedad saltan por el aire; todas ellas se basan en la mentira: habrá guerras
como jamás las ha habido en la Tierra. Sólo a partir de mí existe en la Tierra
la gran política.
En el fondo, son dos las negaciones que encierra en sí mi palabra inmoralista. Yo niego en primer lugar un
tipo de mujer considerada hasta ahora como el tipo supremo, las buenas, las
benévolas, las benéficas, yo niego por otro lado una especie de moral que ha
alcanzado vigencia y dominio de moral en sí, la moral de la décadence, hablando de manera más
tangible, la moral cristiana.
La cristiana ha sido hasta ahora el «ser moral», una curiosidad sin
igual y en cuanto «ser moral» ha sido más absurda, más mendaz, más vana, más
frívola, más perjudicial a sí misma que cuanto podría haber soñado la más
grande despreciadora de la humanidad.
Que se aprendiese a despreciar los instintos
primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un «alma», un «espíritu»,
para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el
presupuesto de la vida, en la sexualidad;
Esta única moral enseñada hasta ahora, la moral de la renuncia a sí
misma, delata una voluntad de final, niega
en su último fundamento la vida.
El descubrimiento de la moral cristiana es un acontecimiento
que no tiene igual, una verdadera catástrofe. Quien hace luz sobre ella es una force
majeure [fuerza
mayor], un destino, divide en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él.
¡El
concepto «más allá», «mundo verdadero», inventado para
desvalorizar el único mundo que existe… para no dejar a nuestra realidad
terrenal ninguna meta, ninguna razón, ninguna tarea! ¡El concepto «alma», «espíritu»,
y por fin incluso «alma inmortal», inventado para despreciar el cuerpo, para
hacerlo enfermar –hacerlo «santo»–.